En 1960 con el inicio de las obras de la gran presa de Asuán se
garantizarían las reservas de agua para Egipto, pero las descomunales
dimensiones de la presa iban a alterar no sólo el ecosistema del Nilo a lo
largo del país, y fundamentalmente en el Delta, sino que, aguas arriba, la
represa del río más largo de África iba a tener consecuencias fatales para
otros enclaves. El volumen de agua embalsada fue tal que se iba a crear uno de
los mayores lagos artificiales del mundo: el lago Nasser, de nada menos que 500 kilómetros de
longitud. Bajo las aguas del lago quedarían para siempre sumergidos pueblos y
monumentos de la Baja Nubia.
Uno de los monumentos afectados era Abu Simbel, una de las joyas del Antiguo Egipto. Se realizaron
diferentes proyectos para salvar el monumento y finalmente se optó por moverlo
de sitio. Cambiar una construcción de las dimensiones de un templo es siempre
una labor compleja y costosa, máxime cuando, en el caso de Abu Simbel, el
templo se encontraba además tallado en una montaña (montaña Abu Simbel) y su
interior excavado dentro de la roca.
Abu Simbel no fue el único, otros 13 templos más se incluyeron en el
proyecto financiado por la UNESCO para salvar los llamados templos nubios situados entre Philae y Abu Simbel. En
agradecimiento a la participación española en este proyecto, el gobierno
Egipcio regaló a Madrid el templo de Debod.
Abu Simbel es uno de los máximos exponentes del Antiguo Egipto y
decidí que también fuera el inicio de esta Gran Ruta que acompañará al Nilo
durante unos 1.500
kilómetros hasta la desembocadura.
Los cruceros que navegan el Lago Nasser realizan el recorrido entre la
Gran Presa y los templos de Abu Simbel visitando estos templos en su nuevo
emplazamiento a orillas del lago.
A Abu Simbel llegué en el primer vuelo de madrugada, cuando todavía
era de noche. Con las primeras luces del día me hallaba frente al templo de
Ramsés II, el mayor de los dos templos de Abu Simbel. A esa hora, éramos pocos
los que aquella mañana quedábamos atónitos ante los cambios de color de la roca
arenisca. Del rojo al amarillo pasando por todas las tonalidades de naranja.
Algunas rapaces asomaban de vez en cuando por encima de la montaña.
Frente a la fachada del templo se abre la inmensidad del lago Nasser,
con sus orillas de arena y roca, desnudas,
infinitas. Muy pocos son los lugares donde se aprecia el verde, algo muy
diferente a lo que ocurre aguas abajo de Asuán, como esa tarde comprobé.
Desde Abu Simbel hay que circular en la caravana escoltada que cada día
hace el trayecto de ida y vuelta desde Asuán. No se puede circular por libre.
El trayecto de 280
kilómetros por buena carretera permite tener un contacto
visual con las estribaciones nororientales del Sahara, por donde se abre paso
el asfalto. Por momentos montañoso, por momentos absolutamente plano, el
desierto ofrece gran variedad cromática.
Dejo atrás la gran presa y la presa vieja de Asuán para entrar en la
ciudad más meridional de Egipto, una agradable urbe en un entorno envidiable.
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